Arena

Arena en los ojos, en la boca, en los oídos; a veces creía que tenía más arena en su cuerpo, en su ropa, en su memoria, que toda la inmensidad del desierto que veía y que aún le quedaba por delante. Se rascó la barba, esa barba que le daba un aspecto tan pintoresco que llamaba la atención por los poblados que pasaba, la misma que hacía que los niños le señalaran a su paso.

Intentó acordarse de porqué estaba allí, de porqué había emprendido ese largo viaje por el desierto, porqué había dejado todo atrás, su tierra, su vida, para perseguir un sueño, una estrella. Casi no recordaba cuando recibió el mensaje; le pareció que el cielo se abría como de un hachazo dado por una mano torpe, como un rayo creado al intentar pintar un niño una línea recta, ¿sucedió realmente?; Lo vio claro, como si hubiera estado bajo la corteza de su cabeza colgando, esperando  hasta que por fin cayó entre sus ojos; había llegado el momento, su cuerpo, su mente, su misión estaba en marcha.

Mientras pensaba, no paraba de mirar a su alrededor; se suponía que no estaría sólo, que iban a ser al menos tres, pero no había ni rastro de los otros, llevaba tiempo esperando el encuentro, pero no podía parar de avanzar, no podía esperar. A cada golpe del desierto, su cuerpo se resentía más, quizás debía haber elegido otro medio de transporte, ¿un camello tal vez?. Recordó con una sonrisa la última vez que había subido a uno y acabó colgando de su cuello.

Arena, y mas arena, como una infinita playa de azúcar moreno, como una pesadilla interminable, como un infierno seco;  tocó sus escasas pertenencias y lo que traía consigo, el regalo más valioso que en ese mundo podía hacer; lo miró y lo apretó contra su pecho y su corazón se aceleró pensando en el encuentro.

Arena y más arena, parecía que cada grano, cada duna, cada remolino, le gritaba que se diera la vuelta, pero su convicción era más fuerte que su flaqueza, llegaría a su destino, pasara lo que pasara, no había vuelta atrás.  Desde aquel día, desde su revelación, supo que a partir de entonces se dedicaría a eso, a lo que ahora, bajo un sol que lo miraba atentamente, estaba haciendo. Recordó su infancia en su casa, en la ahora lejana y vieja Tharsis o Tarse, como a el le gustaba decir, saltando y corriendo por las heridas que le hacían a la tierra para extraer cobre, en como su padre le reñía por destrozar las sandalias por las piedras, en lo que le gustaba ver la puesta de sol bajo las colinas. Una visión le sobresaltó y lo trajo de vuelta al maldito desierto, se frotó los ojos y nada, de nuevo nada, ¿y si no llegaba?... o peor aún ¿y si llegaba tarde?.

Por fin le pareció que finalizaba su viaje, que su destino le alcanzaba; ya era de noche y el cielo estrellado del desierto lo sobrecogió como tantas otras veces cuando lo contemplaba, las estrellas enormes, como si alguien hubiera escupido miles de cristales hacia el cielo después de cien días masticando; las podía casi tocar, más bien casi lo podían tocar a él, de hecho le pareció notar el peso de alguna en su espalda, empujándole, mostrándole el camino.

Muchos eran los que en aquellos días habían huido cruzando el desierto, muchas las familias perdidas, muchas las vidas sacrificadas.  Su llegada causó expectación, sus compañeros de viaje no habían aparecido, ¿acaso debía esperarlos?, decidió que no; que tenía que cumplir su misión, su historia. Supo donde ir sin tener que preguntar,  pues todo aquel con el que se encontraba le señalaba en silencio la última tienda, se aferró a la bolsa que llevaba, sin ella era simplemente un sabio, con ella, con su bolsa al hombro era un mago. Cuando entró en la improvisada estancia, el aire era denso, el miedo casi cortaba la luz de la hoguera que resplandecía como nunca antes había visto, parecía que dentro de la tienda se guardaba el sol hasta la próxima mañana; apenas reparó en los padres, se arrodilló reverencialmente sobre la niña y con la prisa lenta que da la experiencia y la pericia de años como jefe de cuidados intensivos en un hospital, abrió su bolsa y sacó un catéter que con diestros movimientos colocó en su fino y moreno brazo, la niña apenas tenia vida para abrir los ojos y sólo acertó a ver una silueta blanca con una marca roja en el pecho, el símbolo de médicos sin fronteras.


Cuando estabilizó a su primer paciente de esa noche y se giró, vio a muchos de los habitantes del asentamiento, con los ojos secos de no parpadear clavados en él; se levantó, cogió su botiquín y se dispuso a organizar la asistencia; el mago por fin había llegado.

1 comentario:

  1. un mago eres tú.... Con la boca abierta!!!! Cuando leí lo de "niña" me quedé de piedra y pensé... ya me cambió al niño jesús jajajaja pero cuando leí lo de jefe de cuidados intensivos volví de golpe desde el portal de belén a la realidad!!!! otra vez he viajado en el espacio /tiempo con tus historia.... Esta vez más de cuatro pueblos más allá!!!!. De impresión de principio a fín!!!! Kissss señor Martín!!!

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